Patricio Valdés Marín
La novedad de este
ensayo es que ofrece el argumento de que la base y el origen de la realidad
trascendente de todo ser humano pertenecen al mundo físico e inmanente.
Sin duda, el tema más importante para cualquier ser humano
es el pensamiento de su propia muerte. Aunque la muerte termina con todos sus
proyectos de vida, es el único medio para su trascendencia. Sin embargo,
también es el tema que él más evade, porque sabe que la muerte va a terminar
irreversiblemente con todo lo que sabe, todos sus logros, y todo aquello con lo
que se siente tan a gusto, y también porque él no tiene ninguna base para saber
lo que viene después de su propia muerte, si hay algo que viene en absoluto.
Nadie ha vuelto del otro mundo que nos diga cómo o qué hay ahí, a excepción de
algunos pocos que han estado presuntamente muertos durante unos minutos y han
experimentado algún tipo de existencia en el "otro mundo". El hecho
es que no existe un argumento cierto para apoyar alguna existencia ulterior,
salvo las razones dadas por la religión y la teología.
Si alguien tiene la absoluta convicción de que ninguna
existencia personal seguirá después de su muerte biológica, su sistema de
creencias personales y culturales se adaptará a este hecho, y la muerte asumirá
un suceso fatal e irreversible que terminará con acabar definitivamente con su
vida, tal como termina con todo organismo biológico. Así, un naturalista
agnóstico sostiene que la muerte es el fin absoluto e irreversible de la vida.
Para él, la supuesta existencia después de la vida es sólo una fantasía nacida
del constante esfuerzo biológico para sobrevivir mientras se buscan maneras de
cumplir esa necesidad, de negar las tristes consecuencias de la muerte,
mientras que psicológicamente se resiste a la idea de la muerte. Esta actitud
resignada es realmente muy conveniente. Induce a una complaciente actitud de
vida y cubre con un manto de desinterés y evasión la latente angustia y temor
de algún día tener que morir.
En efecto, sabemos que la vida es un proceso biológico que
para todo individuo comienza en un momento determinado de la historia y termina
necesariamente después de un tiempo, el que para este individuo es toda su
vida. La vida transcurre en el tiempo entre la concepción de un organismo
biológico y su muerte. Un organismo biológico es en sí un sistema que obedece a
las leyes de la termodinámica. Consume, transforma y entrega energía, mientras
mantiene una identidad, sufre cambios sin perderla e intercambia fuerzas con el
medio. Cuando la muerte pone término a la vida, el sistema pierde su identidad,
dejando irremediablemente de tener existencia mientras sus componentes se
disuelven en el ecosistema.
Seres racionales y
mortales
Los seres humanos somos enteramente organismos biológicos.
Pero, a diferencia de los otros organismos biológicos, la muerte es vista por
nosotros, no con un natural temor, sino que con el más horrendo pavor. La causa
de esta profunda emoción es que nuestra inteligencia nos permite tener
conciencia de que nuestro destino es morir y que la muerte va acompañada de una
mayor o menor agonía. Si el temor es una sana emoción cuya función es apartar
de sí todo peligro que puede menoscabar la existencia propia y si el principal
afán existencial es la propia supervivencia, la muerte se presenta como la
amenaza extrema que tiene la particularidad de acabar con nada menos que la
propia existencia. Tal vez existan un par de consuelos: saber que la muerte nos
iguala a todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, y saber que todos
tendremos que morir.
La vida humana se distingue de la vida animal justamente por
nuestra inteligencia que ha sufrido mayor desarrollo en el curso de la
evolución biológica. Nuestra acción de intercambio con el medio y con nosotros
mismos es intencional. Emana de una deliberación racional que el sujeto humano
realiza teniendo como centro su conciencia. De todos los organismos vivientes,
sólo el ser humano adquiere conciencia desde su tierna infancia del temible
hecho de que algún día tendrá que morir, hecho que rompe radicalmente con su urgencia
biológica de supervivencia. En una segunda instancia, una vez que su conciencia
se enfrenta a su más cruda y terminal realidad, se hace la pregunta, ¿qué le
ocurrirá a él después de morir, si acaso algo ocurre?
Para obviar el temible hecho de la muerte, desde el Hombre
de Pekín todas las culturas se basan y giran en torno a alguna fantasía que
silencia el problema de la muerte, postulando algún tipo de existencia después
de la hora suprema. Estas fantasías van desde la creencia en la resurrección
del propio cuerpo hasta transmigraciones y reencarnaciones. Resulta difícil
aceptar que una existencia después de la muerte pueda ser más de lo mismo, ya
sea mucho mejor o mucho peor. Aunque muy reconfortante, algunos pueden creer en
walhallas, nirvanas y paraísos. Tampoco resulta satisfactoria la creencia en
reencarnaciones, pues la pregunta que sigue se relaciona con qué beneficio
tiene para la existencia actual saber que uno fue en una vida anterior un
oficial de Napoleón, un hermano del faraón Amenofis IV o un humilde ratón, y
qué importancia reviste para alguien si después de su muerte su particular
espíritu transmigrará a otro ser con identidad propia.
Tampoco debemos conformarnos con fantasías o creencias de
tipo dualista, como la platónica, que concibe al ser humano como un compuesto
de espíritu y cuerpo, siendo la muerte cuando ambos componentes se separan
temporalmente. Para esta escuela el espíritu o alma preexiste o es creada en el
instante de la concepción de un ser humano, siendo la resurrección el momento
cuando éstos se reunifican para la eternidad. No existe evidencia alguna para
confirmar esta creencia que tanto ha influenciado la cultura occidental. Por el
contrario, las leyes de la termodinámica no podrían explicar de donde un el
organismo viviente obtendría la energía necesaria para existir eternamente, qué
ocurriría con los desechos entrópicos de su actividad, qué efectos habría en el
ecosistema, etc.
Sin embargo, en contra de todas las creencias anteriores,
para apoyar o contradecir alguna fantasía en particular, está la abundante
experiencia paranormal y parapsicológica de manifestaciones de “espíritus” que
casi todos hemos tenido al menos alguna vez en la vida o que hemos escuchado
innumerables veces de testigos que nos son fiables. Esta experiencia arroja un
pesado manto de duda sobre la postura agnóstica. Aunque no puede ser
considerada como demostración válida y empírica de la posibilidad de alguna
existencia después de la vida, tampoco se la puede desechar. Esta experiencia
no demostrable está allí, no sólo para inquietarnos, sino que para descalificar
cualquier postura agnóstica que niegue dicha posibilidad.
Adicionalmente, el problema de aceptar una existencia
después de la vida no es menor. Desde el punto de vista de la moral, resulta
ser el principal problema. La acción intencional se proyecta usualmente a
afectar nuestro entorno, que es material, dentro de un referente de
espacio-tiempo. La muerte termina con el origen de esta acción, aunque lo
causado siga su curso proyectado. Sin embargo, la creencia de una existencia
después de la vida –indicando que el destino final personal no termina con la
muerte– nos obliga a modificar nuestras acciones. Además, si la cosmovisión de
alguien incluye la creencia de que su existencia después de su muerte depende
de su comportamiento actual, entonces sus deliberaciones previas al actuar y
hasta los efectos de sus acciones tienen profundas repercusiones, obligándolo a
optar por un curso de acción determinado por la axiología que acepta.
Aparte de Dios, si uno acepta que todo lo que existe
pertenece a nuestro universo de materia y energía, la pregunta ¿qué parte de mí
puede subsistir a mi muerte, si acaso algo puede subsistir? genera más
preguntas de las que responde. Así, ¿qué naturaleza tendría ese algo?, ¿cómo se
generaría ese algo?, ¿cuál sería su sustento?, ¿se identificaría ese algo con
el yo?, ¿qué es el yo?, etc. Cualquier respuesta que se puede dar entra en el
terreno de la hipótesis. Además, estas preguntas tratan de asuntos imposibles
de demostrar por pertenecer a un ámbito que existe más allá de nuestra
experiencia empírica.
Un principio de respuesta se encuentra al considerar la idea
de “conciencia”. Allí podemos distinguir al menos tres tipos de conciencias
progresivas e incluyentes. 1. Conciencia de algo en tanto sujeto de una acción
que puede afectarme. En esta categoría están los fenómenos naturales,
incluyendo las acciones instintivas de los animales, y las acciones
intencionales de otras personas. 2. Conciencia de sí en tanto saber primero que
se es parte individual de un entorno de tiempo y espacio, y segundo que se es
sujeto de acciones tanto físicas e instintivas como intencionales que afectan a
otros. 3. Conciencia profunda en tanto saberse y sentirse sujeto con un yo
mismo que es singular y subsistente.
Estructuras,
funciones y escalas
Resulta pertinente en esta exposición hacer una breve
referencia a estructuras, funciones y escalas. Así, toda cosa individual en el
universo es una estructura, pues está compuesta por unidades discretas, y toda
unidad discreta es a su vez una estructura. Así también, las unidades discretas
que componen toda estructura pertenecen a una escala menor de estructuración.
En consecuencia, toda estructura es también una unidad discreta que pertenece a
una estructura de escala mayor. Las escalas van desde las partículas
fundamentales hasta el mismo universo.
Una estructura ejerce fuerza, no indistintamente, sino que
de modo muy específico, como una rueda que gira en torno a su eje. Por tanto,
toda estructura es funcional en el sentido de ser causa específica y/o efecto
específico. Puesto que puede ejercer fuerzas específicas, como la fuerza
gravitacional a causa de poseer masa, capacidad para relacionarse, como en el
caso de dos estructuras átomos de hidrógenos que pueden asociarse a una
estructura átomo de oxígeno y conformar en una escala mayor la estructura
molécula de agua, toda estructura es multifuncional. La funcionalidad de las
unidades discretas determina la subsistencia de la estructura de la que forman
parte y condicionan su propia multifuncionalidad. Si una estructura es causa o
efecto de fuerzas, es porque entrega o recibe energía en tales actos. La
energía no puede existir por sí misma: o está ‘condensada’ en materia (E=mc²) o
sirve de nexo causal entre dos o más cuerpos (gravedad, radiación
electromagnética, etc.).
Aunque no podemos asegurar nada al respecto por estar el
“hecho” de la creación del universo al margen de nuestra experiencia, sí
podemos sospechar que la energía primigenia “antes” del big bang “estuvo,” por
así decir, “contenida” en Dios y portaba el código de las leyes naturales.
Desde el comienzo la evolución del universo ha consistido en transformar esta
energía en estructuras materiales cada vez más complejas y de escalas cada vez
mayores. Con la aparición del ser humano, como ser inteligente y libre, por vez
primera la estructuración es de la energía, que es lo que veremos a
continuación.
La mismidad
La estructura funcional que nos preocupa ahora es el ser
humano. Entre sus subestructuras, se encuentra un cerebro. Incluido el de los
animales con sistema nervioso central, ésta es la única estructura en el
universo conocido que entre sus funciones posee funciones psicológicas. Lo que
caracteriza exclusivamente el cerebro humano son las funciones psicológicas de
un intelecto con pensamiento abstracto-racional, una afectividad de
sentimientos y una efectividad intencional y libre. Precisamente, en estas
características el cerebro humano se diferencia de la estructura psíquica común
a los animales superiores, la que se caracteriza por desenvolverse en una
escala inferior, ya que posee las funciones psicológicas del instinto, las
imágenes y las emociones. El cerebro humano genera un pensamiento reflexivo que
es abstracto y racional, pudiendo producir primariamente ideas y conclusiones
lógicas, y secundariamente, a partir de la combinación con la afectividad y la
efectividad, producir sentimientos e intenciones. Estas funciones
específicamente humanas definen al ser humano como persona. Las estructuras
cerebrales que las generan no aparecieron desde un supuesto Mundo de las Ideas,
sino que surgieron en el curso muy material de la evolución biológica.
En una primera instancia esta multifuncionalidad de las
subestructuras psíquicas humanas es unificada por la conciencia de sí,
preocupada como el resto de los seres vivos por sobrevivir y reproducirse. La
ventaja de la conciencia de sí fue un salto cuántico importante en el proceso
de la evolución biológica. A diferencia de la conciencia de lo otro, común a
humanos y animales, la conciencia de sí reflexiona sobre sí misma en su
relación con otros individuos, sean cosas inanimadas, animadas o semejantes, y
proyecta y determina cursos de acción intencional relacionados principalmente
con la supervivencia y reproducción propia. La generación del yo individuo,
como estructura psíquica, se asienta en la materialidad biológica de un cerebro
constituido de células muy diferenciadas –las neuronas– y es producto de la
mente humana –sus funciones psicológicas– en toda su actividad racional y
abstracta, en su afección de sentimientos y en su consiguiente proyección
intencional. Como en los animales, la naturaleza de esta estructura psíquica no
es propiamente material, en el sentido de consistir en átomos y moléculas, sino
que es el producto de las fuerzas fundamentales mediadas por la compleja
estructura neuronal del cerebro y constituyen una estructura de energías
específicas, principalmente de carácter electroquímico.
En una segunda instancia, cuando la persona reflexiona
íntimamente sobre el por qué de sí misma, llegando a la conclusión de su propia
y radical singularidad, la multifuncionalidad psicológica es unificada por y en
la conciencia profunda, o yo mismo. Lo crucial de esta actividad es que este yo
mismo refleja el yo individual dentro de una cosmovisión particular que el yo
va conformando, generando y creando en su propia historia de experiencias,
conocimientos, sentimientos y acciones intencionales. Esta cosmovisión refleja
el proyecto de vida que la persona construye. Es variada y puede ir desde un
egocentrismo enfermizo hasta la pérdida de la propia identidad, propia de las
idolatrías. Ciertamente, una cosmovisión verdadera debe estar en sintonía con
la realidad, la que tiene como su Α y Ω a Dios creador y salvador. En esta
cosmovisión se perfilan lazos de amor, solidaridad, bondad y misericordia. En
esta acción cognoscitiva, afectiva e intencional el yo adquiere, por así decir,
autonomía e independencia de la materia del universo. Esta reflexión amplía la
conciencia de sí individual para descentrar la acción de sí mismo para
considerar y valorizar toda la complejidad del universo, incluyendo a su creador.
La generación de una mismidad singular como reflejo las
actividades psicológicas humanas es el máximo logro de la evolución de la
materia. Ocurre cuando la materia-energía, a través de la actividad inteligente
e intencional de la persona en su conciencia profunda, estructura la energía en
una identidad psíquica que comprende la totalidad de la singularidad de su
persona. Existe una conversión de lo material en energía, pero no se trata de
una regresión ni se explica tampoco por la famosa ecuación de Einstein, E = mc²,
sino de la generación de una estructura única inmaterial. En efecto, este yo
mismo o mismidad es precisamente lo esencial de la persona, lo que la
constituye. Hipotéticamente hablando, en tanto el yo mismo se establece en una
escala superior a partir de una unidad discreta no material, sino únicamente de
las energías que caracterizan las funciones psicológicas, esta reflexión
introspectiva de la conciencia profunda va generando durante el curso de la
vida una estructura inmaterial de energías diferenciadas, la que se va
constituyendo en forma independiente de las leyes de la termodinámica y, por lo
tanto, subsistente, única, irrepetible e inmutable. La energía que la
conciencia profunda estructura es lo que corrientemente se llama alma. El alma
no es una cosa, ya que no contiene materia. Tampoco es por tanto objeto de
conocimiento. Simplemente existe y se identifica plena y totalmente con el yo
mismo.
En definitiva, en la escala de la estructura humana de la
cognición, la afectividad y la efectividad nosotros encontramos respectivamente
el pensamiento racional y abstracto, los sentimientos y la acción intencional.
En esta escala los productos psíquicos del sistema nervioso central se unifican
en la conciencia de sí, que de todos los seres en el universo sólo los humanos
tenemos la capacidad para estructurar. Cuando las representaciones abstractas y
lógicas, los sentimientos desprovistos de pulsiones biológicas y la voluntad
libre reflejan su singular mismidad, que es el cuestionarse sobre su existencia,
surge o se estructura la conciencia profunda en la persona. Esta estructuración
es en efecto una estructuración de la energía. Y aunque estos contenidos de
conciencia unificados ahora en la conciencia profunda estén asentados en el
sustrato material de la estructura neuronal, sus neurotransmisores y sus
impulsos eléctricos, pasan a independizarse de la materia y a tener existencia
subsistente en la unidad de esta conciencia, pues ésta ya no constituye una
estructura de la materia, sino de la energía. Es así que los seres humanos
somos los únicos seres del universo que producimos estructuras de energía.
La muerte
Se puede dramatizar el hecho de la muerte hasta la locura.
El hecho frío es que con la muerte se termina inexorablemente la vida, en el
sentido de centro unificador del organismo biológico para sus fuerzas
biológicas dirigidas hacia su preservación, desarrollo y reproducción, y que es
sustentada por la energía física que se transforma en fuerza gracias a procesos
metabólicos internos según las órdenes codificadas de su genoma. El cerebro se
desintegra rápidamente apenas la persona muere, y sin cerebro cesan las
capacidades intelectiva, afectiva e intencional. En organismos biológicos
superiores los instintos de su sistema nervioso central coordinan más
eficientemente esta acción biológica que está dirigida a actuar sobre el medio
externo a través de la combinación del sistema muscular y el sistema óseo; en
el caso de los seres humanos, la acción rectora es la acción intencional, la
que autodetermina su desarrollo y crecimiento personal.
La muerte acaba con las relaciones de causalidad entre un
organismo biológico y su medio físico o entorno natural. El término definitivo
de estas relaciones causales está describiendo la incapacidad para existir en
la naturaleza y lo que eso significa: el organismo no podrá tener nunca más
sensaciones de gratos aromas, percepciones de bellos paisajes, emociones de
placer. Tampoco podrá tener sensaciones de dolor ni emociones de sufrimiento.
En el caso de una persona, desde el momento de la muerte ella jamás podrá
ejecutar obras, desde su concepción y planificación hasta su ejecución y
término. La muerte termina definitivamente con toda posibilidad de afectar y
ser afectado por la materia.
Es posible considerar una respuesta para la siguiente
pregunta: ¿qué es lo que pervive de una persona cuando muere, si acaso algo
puede subsistir? Tradicionalmente se habla de alma o espíritu para designar
aquello del ser humano que subsiste a la muerte, llamándose al cuerpo material
que se corrompe, los restos mortales. Pero ¿qué significado pueden tener tales
conceptos que son tan equívocos y que se refieren a cosas inmateriales en una
realidad que es objeto del conocimiento científico?
Cuando la muerte sobreviene, destruyendo la maravillosa
estructura corporal de la persona y degradándola hasta sus componentes
moleculares y atómicos básicos, lo que subsistiría será la estructura puramente
de la energía diferenciada del yo mismo que se unifica en la conciencia profunda.
Esta estructura de la energía sería una síntesis psíquica de la persona
singular, con sus recuerdos, conocimientos, afectividades e intencionalidades.
La persona muerta buscaría naturalmente vincularse con materia para poder
manifestarse y ser funcional. Pero esta energía, aunque sea una entidad
identificada con un yo mismo, no puede existir por sí misma, de la misma manera
que la energía primigenia que dio origen al big bang estuvo contenida en el
creador del universo, el contenedor primordial. Ciertamente, en su origen y
desarrollo posterior, la energía psíquica necesitó asociarse a la materia del
cerebro, y el celebro no es más que una subestructura del cuerpo. Cuando la
muerte llega, el cuerpo deja de ser viable y la energía psíquica queda libre.
La existencia
transcendente
El efecto irreparable de la muerte de un ser humano es el yo
mismo que deja de tener la posibilidad de vincularse a la materia. Tampoco
puede conformar un cuerpo humano nuevamente. Simplemente no existe la
posibilidad de reencarnación. La muerte supone el rompimiento irreversible del
vínculo del yo mismo con su cuerpo material, ahora manifiestamente incapaz de
subsistir. Ahora reducida a lo fundamental de su ser, que como se expresó más
arriba es una estructura muy especificada de energías unificadas en la
conciencia profunda, la persona necesitaría y buscaría afanosamente un
contenedor de dicha estructura de energías para poder manifestarse y expresarse
otra vez. En su nuevo estado de existencia la persona se libera de la entropía,
del consumo de energía de un medio material. Esto significa también que su
acción ya no puede tener efectos en el universo físico. Posiblemente, la
mediunidad se refiera a la capacidad de una persona viviente de interconectar
una estructura de energía de alguien vivo o muerto con un medio material para
que esta psiquis pueda manifestarse en algún modo de comunicación.
Para una existencia transcendente después de su vida
biológica una persona necesitaría muy poco de su anterior vida. Desde luego, el
conocimiento que una persona acumula durante su vida tiene utilidad únicamente
para su vida terrestre, ya que solo le sirve para sobrevivir y relacionarse con
las cosas y las personas. El conocimiento es producto de la experiencia de un
mundo muy complejo, pero también muy particular. De hecho, gran parte del
conocimiento es de este tipo. Toda la tecnología, la historia, las ciencias,
las normas, el lenguaje, la cultura, etc., dejan de importar para la existencia
que vendría tras la vida. Puesto que el conocimiento natural y cultural es
funcional para su supervivencia y reproducción, nada de éste sirve cuando ni la
supervivencia ni la reproducción dejan de ser metas válidas. No obstante, este
conocimiento forma parte de los frutos del vivir y nos posibilita vislumbrar lo
transcendente. Además, sin este conocimiento no habría posibilidad de
transcendencia, pues es la forma de conocer a Dios y su universo.
Lo mismo cabe decir de los sentimientos que acompañan al
conocimiento y a la proyección de éste en la intención y la voluntad. Y la vida
humana no es sólo un asunto de supervivencia y reproducción; es de
manifestación de sentimientos y valores humanos. Lo que la psique humana crea
son relaciones con Dios, otras personas y las cosas. La moral, tan denostada por
el pragmatismo o el egoísmo, es central a la hora de valorar el sentido de la
vida de una persona. Pero la evaluación moral es íntima y la realiza una
persona en su conciencia antes de una acción intencional suya, y es, por tanto,
subjetiva; nadie puede juzgar la intención, pues no se ajusta a parámetros
objetivos, como sí es objetivamente enjuiciable la acción y los efectos que se
derivan de allí, si se presupone que hubo intencionalidad.
La cosmovisión que una persona forja en su vida resultaría
decisiva para una existencia después de la muerte. Una cosmovisión es el
resultado de un esfuerzo intelectual y consciente de aprendizaje y reflexión
que se debate entre el amor y el egocentrismo. En esta perspectiva, la
proyección de una vida humana resulta significativa en lo que subsiste después
de la muerte. El punto decisivo de una cosmovisión que se proyectaría a lo
transcendente sería cuan central está el propio ego, algún ídolo o Dios mismo.
Esto tiene importancia en cuanto al ordenamiento de sus valores o axiología
personal que determinan la intención del accionar de una persona. En una
cosmovisión donde Dios es central, se reconoce que todas las personas sin
exclusión tienen dignidad. Todo ser humano tiene potencialmente un destino
transcendente, a pesar de su relativa pobreza y de los impedimentos para
alcanzarlo, que son proporcionalmente mayores en razón de la meta a alcanzar.
Cuando Dios es central, la actitud que prevalece es el amor, la compasión, la
misericordia, la asistencia bondadosa. Igualmente, frente a las cosas y a la
naturaleza, la actitud moral correcta es de admiración, utilización sobria,
preservación y cuidado.
La esperanza que tenemos es que quien en su vida ha añorado
a Dios, buscándolo, alabándolo y agradeciéndole, estaría finalmente en
condiciones de llegar a Él cuando muere, como una crisálida que termina
transformándose en una bella mariposa. Al no estar inmerso en la materialidad,
ya no se interpondría el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Él, como en
un capullo. Tal como fue anunciado en el evangelio de Jesús, que en Dios, el
contenedor de energía primario, la persona fallecida encontrará su plenitud. En
cambio, si Dios nunca estuvo en el centro o en las cercanías de su cosmovisión
y no lo tendría como objetivo de una existencia egoísta, la estructura de
energías que constituye la persona fallecida podría vagar eternamente como el
'Holandés Errante'. En el fondo se trata del proyecto de vida que la persona ha
determinado construir. Si este proyecto ha sido puramente inmanente, la muerte
lo arrasará como la ola se abate sobre el castillo de arena. En cambio, si el
proyecto de vida que la persona ha diseñado tiene lo transcendente como su
fundamento y ha considerado la dimensión divina, la plenitud de su existencia
la encuentra después de su muerte. Este es el sentido que tiene la parábola de
'los talentos'.
NOTAS:
1. Este texto corresponde al capítulo 6 del Libro VIII La flecha de la vida, de la colección
titulada "El universo y sus cosas" (Ref. http://www.flechavida.blogspot.com/
).
2. Una versión en inglés se puede ver en http://theexistenceafterlife.blogspot.com