domingo, 4 de diciembre de 2011


Patricio Valdés Marín


La novedad de este ensayo es que ofrece el argumento de que la base y el origen de la realidad trascendente de todo ser humano pertenecen al mundo físico e inmanente.


Sin duda, el tema más importante para cualquier ser humano es el pensamiento de su propia muerte. Aunque la muerte termina con todos sus proyectos de vida, es el único medio para su trascendencia. Sin embargo, también es el tema que él más evade, porque sabe que la muerte va a terminar irreversiblemente con todo lo que sabe, todos sus logros, y todo aquello con lo que se siente tan a gusto, y también porque él no tiene ninguna base para saber lo que viene después de su propia muerte, si hay algo que viene en absoluto. Nadie ha vuelto del otro mundo que nos diga cómo o qué hay ahí, a excepción de algunos pocos que han estado presuntamente muertos durante unos minutos y han experimentado algún tipo de existencia en el "otro mundo". El hecho es que no existe un argumento cierto para apoyar alguna existencia ulterior, salvo las razones dadas por la religión y la teología.

Si alguien tiene la absoluta convicción de que ninguna existencia personal seguirá después de su muerte biológica, su sistema de creencias personales y culturales se adaptará a este hecho, y la muerte asumirá un suceso fatal e irreversible que terminará con acabar definitivamente con su vida, tal como termina con todo organismo biológico. Así, un naturalista agnóstico sostiene que la muerte es el fin absoluto e irreversible de la vida. Para él, la supuesta existencia después de la vida es sólo una fantasía nacida del constante esfuerzo biológico para sobrevivir mientras se buscan maneras de cumplir esa necesidad, de negar las tristes consecuencias de la muerte, mientras que psicológicamente se resiste a la idea de la muerte. Esta actitud resignada es realmente muy conveniente. Induce a una complaciente actitud de vida y cubre con un manto de desinterés y evasión la latente angustia y temor de algún día tener que morir.

En efecto, sabemos que la vida es un proceso biológico que para todo individuo comienza en un momento determinado de la historia y termina necesariamente después de un tiempo, el que para este individuo es toda su vida. La vida transcurre en el tiempo entre la concepción de un organismo biológico y su muerte. Un organismo biológico es en sí un sistema que obedece a las leyes de la termodinámica. Consume, transforma y entrega energía, mientras mantiene una identidad, sufre cambios sin perderla e intercambia fuerzas con el medio. Cuando la muerte pone término a la vida, el sistema pierde su identidad, dejando irremediablemente de tener existencia mientras sus componentes se disuelven en el ecosistema.


Seres racionales y mortales


Los seres humanos somos enteramente organismos biológicos. Pero, a diferencia de los otros organismos biológicos, la muerte es vista por nosotros, no con un natural temor, sino que con el más horrendo pavor. La causa de esta profunda emoción es que nuestra inteligencia nos permite tener conciencia de que nuestro destino es morir y que la muerte va acompañada de una mayor o menor agonía. Si el temor es una sana emoción cuya función es apartar de sí todo peligro que puede menoscabar la existencia propia y si el principal afán existencial es la propia supervivencia, la muerte se presenta como la amenaza extrema que tiene la particularidad de acabar con nada menos que la propia existencia. Tal vez existan un par de consuelos: saber que la muerte nos iguala a todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, y saber que todos tendremos que morir.

La vida humana se distingue de la vida animal justamente por nuestra inteligencia que ha sufrido mayor desarrollo en el curso de la evolución biológica. Nuestra acción de intercambio con el medio y con nosotros mismos es intencional. Emana de una deliberación racional que el sujeto humano realiza teniendo como centro su conciencia. De todos los organismos vivientes, sólo el ser humano adquiere conciencia desde su tierna infancia del temible hecho de que algún día tendrá que morir, hecho que rompe radicalmente con su urgencia biológica de supervivencia. En una segunda instancia, una vez que su conciencia se enfrenta a su más cruda y terminal realidad, se hace la pregunta, ¿qué le ocurrirá a él después de morir, si acaso algo ocurre?

Para obviar el temible hecho de la muerte, desde el Hombre de Pekín todas las culturas se basan y giran en torno a alguna fantasía que silencia el problema de la muerte, postulando algún tipo de existencia después de la hora suprema. Estas fantasías van desde la creencia en la resurrección del propio cuerpo hasta transmigraciones y reencarnaciones. Resulta difícil aceptar que una existencia después de la muerte pueda ser más de lo mismo, ya sea mucho mejor o mucho peor. Aunque muy reconfortante, algunos pueden creer en walhallas, nirvanas y paraísos. Tampoco resulta satisfactoria la creencia en reencarnaciones, pues la pregunta que sigue se relaciona con qué beneficio tiene para la existencia actual saber que uno fue en una vida anterior un oficial de Napoleón, un hermano del faraón Amenofis IV o un humilde ratón, y qué importancia reviste para alguien si después de su muerte su particular espíritu transmigrará a otro ser con identidad propia.

Tampoco debemos conformarnos con fantasías o creencias de tipo dualista, como la platónica, que concibe al ser humano como un compuesto de espíritu y cuerpo, siendo la muerte cuando ambos componentes se separan temporalmente. Para esta escuela el espíritu o alma preexiste o es creada en el instante de la concepción de un ser humano, siendo la resurrección el momento cuando éstos se reunifican para la eternidad. No existe evidencia alguna para confirmar esta creencia que tanto ha influenciado la cultura occidental. Por el contrario, las leyes de la termodinámica no podrían explicar de donde un el organismo viviente obtendría la energía necesaria para existir eternamente, qué ocurriría con los desechos entrópicos de su actividad, qué efectos habría en el ecosistema, etc.

Sin embargo, en contra de todas las creencias anteriores, para apoyar o contradecir alguna fantasía en particular, está la abundante experiencia paranormal y parapsicológica de manifestaciones de “espíritus” que casi todos hemos tenido al menos alguna vez en la vida o que hemos escuchado innumerables veces de testigos que nos son fiables. Esta experiencia arroja un pesado manto de duda sobre la postura agnóstica. Aunque no puede ser considerada como demostración válida y empírica de la posibilidad de alguna existencia después de la vida, tampoco se la puede desechar. Esta experiencia no demostrable está allí, no sólo para inquietarnos, sino que para descalificar cualquier postura agnóstica que niegue dicha posibilidad.

Adicionalmente, el problema de aceptar una existencia después de la vida no es menor. Desde el punto de vista de la moral, resulta ser el principal problema. La acción intencional se proyecta usualmente a afectar nuestro entorno, que es material, dentro de un referente de espacio-tiempo. La muerte termina con el origen de esta acción, aunque lo causado siga su curso proyectado. Sin embargo, la creencia de una existencia después de la vida –indicando que el destino final personal no termina con la muerte– nos obliga a modificar nuestras acciones. Además, si la cosmovisión de alguien incluye la creencia de que su existencia después de su muerte depende de su comportamiento actual, entonces sus deliberaciones previas al actuar y hasta los efectos de sus acciones tienen profundas repercusiones, obligándolo a optar por un curso de acción determinado por la axiología que acepta.

Aparte de Dios, si uno acepta que todo lo que existe pertenece a nuestro universo de materia y energía, la pregunta ¿qué parte de mí puede subsistir a mi muerte, si acaso algo puede subsistir? genera más preguntas de las que responde. Así, ¿qué naturaleza tendría ese algo?, ¿cómo se generaría ese algo?, ¿cuál sería su sustento?, ¿se identificaría ese algo con el yo?, ¿qué es el yo?, etc. Cualquier respuesta que se puede dar entra en el terreno de la hipótesis. Además, estas preguntas tratan de asuntos imposibles de demostrar por pertenecer a un ámbito que existe más allá de nuestra experiencia empírica.

Un principio de respuesta se encuentra al considerar la idea de “conciencia”. Allí podemos distinguir al menos tres tipos de conciencias progresivas e incluyentes. 1. Conciencia de algo en tanto sujeto de una acción que puede afectarme. En esta categoría están los fenómenos naturales, incluyendo las acciones instintivas de los animales, y las acciones intencionales de otras personas. 2. Conciencia de sí en tanto saber primero que se es parte individual de un entorno de tiempo y espacio, y segundo que se es sujeto de acciones tanto físicas e instintivas como intencionales que afectan a otros. 3. Conciencia profunda en tanto saberse y sentirse sujeto con un yo mismo que es singular y subsistente.


Estructuras, funciones y escalas


Resulta pertinente en esta exposición hacer una breve referencia a estructuras, funciones y escalas. Así, toda cosa individual en el universo es una estructura, pues está compuesta por unidades discretas, y toda unidad discreta es a su vez una estructura. Así también, las unidades discretas que componen toda estructura pertenecen a una escala menor de estructuración. En consecuencia, toda estructura es también una unidad discreta que pertenece a una estructura de escala mayor. Las escalas van desde las partículas fundamentales hasta el mismo universo.

Una estructura ejerce fuerza, no indistintamente, sino que de modo muy específico, como una rueda que gira en torno a su eje. Por tanto, toda estructura es funcional en el sentido de ser causa específica y/o efecto específico. Puesto que puede ejercer fuerzas específicas, como la fuerza gravitacional a causa de poseer masa, capacidad para relacionarse, como en el caso de dos estructuras átomos de hidrógenos que pueden asociarse a una estructura átomo de oxígeno y conformar en una escala mayor la estructura molécula de agua, toda estructura es multifuncional. La funcionalidad de las unidades discretas determina la subsistencia de la estructura de la que forman parte y condicionan su propia multifuncionalidad. Si una estructura es causa o efecto de fuerzas, es porque entrega o recibe energía en tales actos. La energía no puede existir por sí misma: o está ‘condensada’ en materia (E=mc²) o sirve de nexo causal entre dos o más cuerpos (gravedad, radiación electromagnética, etc.).

Aunque no podemos asegurar nada al respecto por estar el “hecho” de la creación del universo al margen de nuestra experiencia, sí podemos sospechar que la energía primigenia “antes” del big bang “estuvo,” por así decir, “contenida” en Dios y portaba el código de las leyes naturales. Desde el comienzo la evolución del universo ha consistido en transformar esta energía en estructuras materiales cada vez más complejas y de escalas cada vez mayores. Con la aparición del ser humano, como ser inteligente y libre, por vez primera la estructuración es de la energía, que es lo que veremos a continuación.


La mismidad


La estructura funcional que nos preocupa ahora es el ser humano. Entre sus subestructuras, se encuentra un cerebro. Incluido el de los animales con sistema nervioso central, ésta es la única estructura en el universo conocido que entre sus funciones posee funciones psicológicas. Lo que caracteriza exclusivamente el cerebro humano son las funciones psicológicas de un intelecto con pensamiento abstracto-racional, una afectividad de sentimientos y una efectividad intencional y libre. Precisamente, en estas características el cerebro humano se diferencia de la estructura psíquica común a los animales superiores, la que se caracteriza por desenvolverse en una escala inferior, ya que posee las funciones psicológicas del instinto, las imágenes y las emociones. El cerebro humano genera un pensamiento reflexivo que es abstracto y racional, pudiendo producir primariamente ideas y conclusiones lógicas, y secundariamente, a partir de la combinación con la afectividad y la efectividad, producir sentimientos e intenciones. Estas funciones específicamente humanas definen al ser humano como persona. Las estructuras cerebrales que las generan no aparecieron desde un supuesto Mundo de las Ideas, sino que surgieron en el curso muy material de la evolución biológica.

En una primera instancia esta multifuncionalidad de las subestructuras psíquicas humanas es unificada por la conciencia de sí, preocupada como el resto de los seres vivos por sobrevivir y reproducirse. La ventaja de la conciencia de sí fue un salto cuántico importante en el proceso de la evolución biológica. A diferencia de la conciencia de lo otro, común a humanos y animales, la conciencia de sí reflexiona sobre sí misma en su relación con otros individuos, sean cosas inanimadas, animadas o semejantes, y proyecta y determina cursos de acción intencional relacionados principalmente con la supervivencia y reproducción propia. La generación del yo individuo, como estructura psíquica, se asienta en la materialidad biológica de un cerebro constituido de células muy diferenciadas –las neuronas– y es producto de la mente humana –sus funciones psicológicas– en toda su actividad racional y abstracta, en su afección de sentimientos y en su consiguiente proyección intencional. Como en los animales, la naturaleza de esta estructura psíquica no es propiamente material, en el sentido de consistir en átomos y moléculas, sino que es el producto de las fuerzas fundamentales mediadas por la compleja estructura neuronal del cerebro y constituyen una estructura de energías específicas, principalmente de carácter electroquímico.

En una segunda instancia, cuando la persona reflexiona íntimamente sobre el por qué de sí misma, llegando a la conclusión de su propia y radical singularidad, la multifuncionalidad psicológica es unificada por y en la conciencia profunda, o yo mismo. Lo crucial de esta actividad es que este yo mismo refleja el yo individual dentro de una cosmovisión particular que el yo va conformando, generando y creando en su propia historia de experiencias, conocimientos, sentimientos y acciones intencionales. Esta cosmovisión refleja el proyecto de vida que la persona construye. Es variada y puede ir desde un egocentrismo enfermizo hasta la pérdida de la propia identidad, propia de las idolatrías. Ciertamente, una cosmovisión verdadera debe estar en sintonía con la realidad, la que tiene como su Α y Ω a Dios creador y salvador. En esta cosmovisión se perfilan lazos de amor, solidaridad, bondad y misericordia. En esta acción cognoscitiva, afectiva e intencional el yo adquiere, por así decir, autonomía e independencia de la materia del universo. Esta reflexión amplía la conciencia de sí individual para descentrar la acción de sí mismo para considerar y valorizar toda la complejidad del universo, incluyendo a su creador.

La generación de una mismidad singular como reflejo las actividades psicológicas humanas es el máximo logro de la evolución de la materia. Ocurre cuando la materia-energía, a través de la actividad inteligente e intencional de la persona en su conciencia profunda, estructura la energía en una identidad psíquica que comprende la totalidad de la singularidad de su persona. Existe una conversión de lo material en energía, pero no se trata de una regresión ni se explica tampoco por la famosa ecuación de Einstein, E = mc², sino de la generación de una estructura única inmaterial. En efecto, este yo mismo o mismidad es precisamente lo esencial de la persona, lo que la constituye. Hipotéticamente hablando, en tanto el yo mismo se establece en una escala superior a partir de una unidad discreta no material, sino únicamente de las energías que caracterizan las funciones psicológicas, esta reflexión introspectiva de la conciencia profunda va generando durante el curso de la vida una estructura inmaterial de energías diferenciadas, la que se va constituyendo en forma independiente de las leyes de la termodinámica y, por lo tanto, subsistente, única, irrepetible e inmutable. La energía que la conciencia profunda estructura es lo que corrientemente se llama alma. El alma no es una cosa, ya que no contiene materia. Tampoco es por tanto objeto de conocimiento. Simplemente existe y se identifica plena y totalmente con el yo mismo. 

En definitiva, en la escala de la estructura humana de la cognición, la afectividad y la efectividad nosotros encontramos respectivamente el pensamiento racional y abstracto, los sentimientos y la acción intencional. En esta escala los productos psíquicos del sistema nervioso central se unifican en la conciencia de sí, que de todos los seres en el universo sólo los humanos tenemos la capacidad para estructurar. Cuando las representaciones abstractas y lógicas, los sentimientos desprovistos de pulsiones biológicas y la voluntad libre reflejan su singular mismidad, que es el cuestionarse sobre su existencia, surge o se estructura la conciencia profunda en la persona. Esta estructuración es en efecto una estructuración de la energía. Y aunque estos contenidos de conciencia unificados ahora en la conciencia profunda estén asentados en el sustrato material de la estructura neuronal, sus neurotransmisores y sus impulsos eléctricos, pasan a independizarse de la materia y a tener existencia subsistente en la unidad de esta conciencia, pues ésta ya no constituye una estructura de la materia, sino de la energía. Es así que los seres humanos somos los únicos seres del universo que producimos estructuras de energía.


La muerte


Se puede dramatizar el hecho de la muerte hasta la locura. El hecho frío es que con la muerte se termina inexorablemente la vida, en el sentido de centro unificador del organismo biológico para sus fuerzas biológicas dirigidas hacia su preservación, desarrollo y reproducción, y que es sustentada por la energía física que se transforma en fuerza gracias a procesos metabólicos internos según las órdenes codificadas de su genoma. El cerebro se desintegra rápidamente apenas la persona muere, y sin cerebro cesan las capacidades intelectiva, afectiva e intencional. En organismos biológicos superiores los instintos de su sistema nervioso central coordinan más eficientemente esta acción biológica que está dirigida a actuar sobre el medio externo a través de la combinación del sistema muscular y el sistema óseo; en el caso de los seres humanos, la acción rectora es la acción intencional, la que autodetermina su desarrollo y crecimiento personal.

La muerte acaba con las relaciones de causalidad entre un organismo biológico y su medio físico o entorno natural. El término definitivo de estas relaciones causales está describiendo la incapacidad para existir en la naturaleza y lo que eso significa: el organismo no podrá tener nunca más sensaciones de gratos aromas, percepciones de bellos paisajes, emociones de placer. Tampoco podrá tener sensaciones de dolor ni emociones de sufrimiento. En el caso de una persona, desde el momento de la muerte ella jamás podrá ejecutar obras, desde su concepción y planificación hasta su ejecución y término. La muerte termina definitivamente con toda posibilidad de afectar y ser afectado por la materia.

Es posible considerar una respuesta para la siguiente pregunta: ¿qué es lo que pervive de una persona cuando muere, si acaso algo puede subsistir? Tradicionalmente se habla de alma o espíritu para designar aquello del ser humano que subsiste a la muerte, llamándose al cuerpo material que se corrompe, los restos mortales. Pero ¿qué significado pueden tener tales conceptos que son tan equívocos y que se refieren a cosas inmateriales en una realidad que es objeto del conocimiento científico?

Cuando la muerte sobreviene, destruyendo la maravillosa estructura corporal de la persona y degradándola hasta sus componentes moleculares y atómicos básicos, lo que subsistiría será la estructura puramente de la energía diferenciada del yo mismo que se unifica en la conciencia profunda. Esta estructura de la energía sería una síntesis psíquica de la persona singular, con sus recuerdos, conocimientos, afectividades e intencionalidades. La persona muerta buscaría naturalmente vincularse con materia para poder manifestarse y ser funcional. Pero esta energía, aunque sea una entidad identificada con un yo mismo, no puede existir por sí misma, de la misma manera que la energía primigenia que dio origen al big bang estuvo contenida en el creador del universo, el contenedor primordial. Ciertamente, en su origen y desarrollo posterior, la energía psíquica necesitó asociarse a la materia del cerebro, y el celebro no es más que una subestructura del cuerpo. Cuando la muerte llega, el cuerpo deja de ser viable y la energía psíquica queda libre.


La existencia transcendente


El efecto irreparable de la muerte de un ser humano es el yo mismo que deja de tener la posibilidad de vincularse a la materia. Tampoco puede conformar un cuerpo humano nuevamente. Simplemente no existe la posibilidad de reencarnación. La muerte supone el rompimiento irreversible del vínculo del yo mismo con su cuerpo material, ahora manifiestamente incapaz de subsistir. Ahora reducida a lo fundamental de su ser, que como se expresó más arriba es una estructura muy especificada de energías unificadas en la conciencia profunda, la persona necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de dicha estructura de energías para poder manifestarse y expresarse otra vez. En su nuevo estado de existencia la persona se libera de la entropía, del consumo de energía de un medio material. Esto significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo físico. Posiblemente, la mediunidad se refiera a la capacidad de una persona viviente de interconectar una estructura de energía de alguien vivo o muerto con un medio material para que esta psiquis pueda manifestarse en algún modo de comunicación.

Para una existencia transcendente después de su vida biológica una persona necesitaría muy poco de su anterior vida. Desde luego, el conocimiento que una persona acumula durante su vida tiene utilidad únicamente para su vida terrestre, ya que solo le sirve para sobrevivir y relacionarse con las cosas y las personas. El conocimiento es producto de la experiencia de un mundo muy complejo, pero también muy particular. De hecho, gran parte del conocimiento es de este tipo. Toda la tecnología, la historia, las ciencias, las normas, el lenguaje, la cultura, etc., dejan de importar para la existencia que vendría tras la vida. Puesto que el conocimiento natural y cultural es funcional para su supervivencia y reproducción, nada de éste sirve cuando ni la supervivencia ni la reproducción dejan de ser metas válidas. No obstante, este conocimiento forma parte de los frutos del vivir y nos posibilita vislumbrar lo transcendente. Además, sin este conocimiento no habría posibilidad de transcendencia, pues es la forma de conocer a Dios y su universo.

Lo mismo cabe decir de los sentimientos que acompañan al conocimiento y a la proyección de éste en la intención y la voluntad. Y la vida humana no es sólo un asunto de supervivencia y reproducción; es de manifestación de sentimientos y valores humanos. Lo que la psique humana crea son relaciones con Dios, otras personas y las cosas. La moral, tan denostada por el pragmatismo o el egoísmo, es central a la hora de valorar el sentido de la vida de una persona. Pero la evaluación moral es íntima y la realiza una persona en su conciencia antes de una acción intencional suya, y es, por tanto, subjetiva; nadie puede juzgar la intención, pues no se ajusta a parámetros objetivos, como sí es objetivamente enjuiciable la acción y los efectos que se derivan de allí, si se presupone que hubo intencionalidad.

La cosmovisión que una persona forja en su vida resultaría decisiva para una existencia después de la muerte. Una cosmovisión es el resultado de un esfuerzo intelectual y consciente de aprendizaje y reflexión que se debate entre el amor y el egocentrismo. En esta perspectiva, la proyección de una vida humana resulta significativa en lo que subsiste después de la muerte. El punto decisivo de una cosmovisión que se proyectaría a lo transcendente sería cuan central está el propio ego, algún ídolo o Dios mismo. Esto tiene importancia en cuanto al ordenamiento de sus valores o axiología personal que determinan la intención del accionar de una persona. En una cosmovisión donde Dios es central, se reconoce que todas las personas sin exclusión tienen dignidad. Todo ser humano tiene potencialmente un destino transcendente, a pesar de su relativa pobreza y de los impedimentos para alcanzarlo, que son proporcionalmente mayores en razón de la meta a alcanzar. Cuando Dios es central, la actitud que prevalece es el amor, la compasión, la misericordia, la asistencia bondadosa. Igualmente, frente a las cosas y a la naturaleza, la actitud moral correcta es de admiración, utilización sobria, preservación y cuidado.

La esperanza que tenemos es que quien en su vida ha añorado a Dios, buscándolo, alabándolo y agradeciéndole, estaría finalmente en condiciones de llegar a Él cuando muere, como una crisálida que termina transformándose en una bella mariposa. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpondría el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Él, como en un capullo. Tal como fue anunciado en el evangelio de Jesús, que en Dios, el contenedor de energía primario, la persona fallecida encontrará su plenitud. En cambio, si Dios nunca estuvo en el centro o en las cercanías de su cosmovisión y no lo tendría como objetivo de una existencia egoísta, la estructura de energías que constituye la persona fallecida podría vagar eternamente como el 'Holandés Errante'. En el fondo se trata del proyecto de vida que la persona ha determinado construir. Si este proyecto ha sido puramente inmanente, la muerte lo arrasará como la ola se abate sobre el castillo de arena. En cambio, si el proyecto de vida que la persona ha diseñado tiene lo transcendente como su fundamento y ha considerado la dimensión divina, la plenitud de su existencia la encuentra después de su muerte. Este es el sentido que tiene la parábola de 'los talentos'.



NOTAS:
1. Este texto corresponde al capítulo 6 del Libro VIII La flecha de la vida, de la colección titulada "El universo y sus cosas" (Ref. http://www.flechavida.blogspot.com/ ).
2. Una versión en inglés se puede ver en http://theexistenceafterlife.blogspot.com